Lobo Gris del Parque Lezama, ladrón de poemas
de Juan Sebastián Garófalo
Dedicado a Paola Borrusso (Loba Púrpura), la profesora del Taller de Escritura
Lobo Gris estaba sentado en el bar de la esquina, sobre un tablero de ajedrez milenario. Tenía entre sus manos el inmaculado teléfono celular de ella, y estaba a punto de dibujar sobre la pantalla una runa entre nueve puntos esparcidos en un cuadrado. Otra vez lo logró, siempre lo hacía. Conocía muy bien a la Loba Púrpura y sus poemas secretos.
Antes de volver a recorrer la memoria encapsulada en el espejo negro, activó la cámara fotográfica del teléfono. Repentinamente, le devolvió en la pantalla a unos ojos con el inefable color de los de ella. Lobo Gris se sobresaltó un poco, mirando de inmediato al más cercano espejo del bar para reconocer que era su propia mirada, ya olvidada.
El delgado y simpático mozo del bar ‘Hipopótamo’ le observaba, quizás
sospechando que ese objeto era de la profesora de Taller de Escritura que merodea periódicamente las zonas aledañas al Parque Lezama. O quizás solamente quería recibir el pedido.
—Un tostado doble y dos medialunas rellenas con jamón y queso. Un cortado en pocillo para beber, gracias. —dijo Lobo Gris con mínima simpatía.
La cocinera añeja entrecerró los ojos, tras el cristal de las tortas, mirando a ese señor vestido de gris y pelo largo entrecano. Le recordaba a alguien de su infancia.
Lobo Gris era un espíritu antiguo, mayor que la vendedora de botones de la casa de antigüedades junto al Bar Británico. Había llegado a América con la embarcación de Don Pedro de Mendoza, y desde entonces, merodeaba en la zona robando poemas a destajo. Él se alimentaba desde hace siglos con los recuerdos que los marineros tenían de sus damas y con las canciones épicas de conquistadores o querandíes. Desde hace menos tiempo, deglutía las palabras de amor que los enamorados decían acurrucados en el Parque Lezama, y se llevó lo poético de los cánticos con que las hinchadas alentaban en la cercana cancha del club Boca Juniors. Los tangos interpretados en el salón Torquato
Tasso a veces le caían pesado, y se sospecha que le robó la poesía a Sábato luego de ‘Sobre héroes y tumbas’.
Cualquiera puede encontrar a Lobo Gris caminando a través de la pérgola circular que se asoma hacia la Av. Martín García, o contemplando la estatua de la loba dando de comer a Rómulo y Remo. Quizás allí lo veas llorando, porque él sabe que esa fue su madre. Quien lo hizo verdaderamente lobo, y lo trajo al mundo hace miles de años.
Él recorría nuevamente las entrañas del cofre secreto de Loba Púrpura, encontrando poesía en el nombre de sus contactos, también en los mensajes con sus amigos y alumnos, incluso en las imágenes de portales y ojos suyos.
Con placer, Lobo Gris recordaba las fotografías encontradas en el teléfono robado anteriormente, que mostraban los rincones de la casa de los Ezeiza o las hojas de otoño formando corazones marchitos.
Cuando el mozo caminaba hacia la mesa con el pedido, a la vez entraba al bar un chico de doce años bastante mugroso y con una camiseta azul y amarilla.
Automáticamente, Lobo Gris sacó de su bolsillo algunos billetes anaranjados para el padre del niño, y también le dió el tostado y las medialunas aún humeantes.
—Muchas gracias, pibe, sos siempre el mejor. —le dijo cerrando la transacción.
Mientras, con un gesto mágico de la mano ante la despejada frente, le robó (al pequeño ladrón) todas las frases de amor reservadas a su madre adorada. Las palabras de amor de un niño a su mamá le supieron bien junto al café cortado.
Borraba y borraba manualmente todo rastro de poesía en el teléfono celular, mientras rezongaba por el trabajo constante que ella le generaba. Claro que disfrutaba alimentándose con sus poemas desde que apareció por aquellos lares. Su prosa era nutritiva, dulce pero no empalagosa, a veces picante. Sin embargo, también ella atrajo a osos marrones y duendes varios, cuyas versos se multiplicaban exponencialmente. Tanta creatividad empezaba a hacer ruido en la zona, que había creído eternamente tomada por la melancolía. En breve, el lugar llamaría la atención de otros espíritus antiguos que injustamente se acercarían a comer allí, siendo él desde siempre el único que merodeaba el parque. Todo se haría más difícil con la competencia. Loba Púrpura era el factor multiplicador en la ecuación creativa de la zona. Lobo viejo, notaba que las flores de los árboles habían vuelto al color de décadas atrás, y las aves retornaban a hacer nidos colmados de música.
El aparato ya estaba casi vacío. Conociéndola bien después de haberle robado tantos teléfonos celulares, le pareció raro que había colocado un archivo de texto titulado ‘Quisiera saber lo que un alma antigua’. Lobo Gris ya se imaginaba que se trataba de un ejercicio de escritura, disparador de textos para esos talleres. La curiosidad lo llevó a leerle. El texto decía:
“Quisiera saber lo que un alma antigua: ejercicio de escritura.
Quisiera saber lo que han visto tus ojos desde que llegaste al Parque Lezama.
Quisiera saber lo que recordás de cuando levantaste esa hoja suelta que era el inicio de la novela.
Quisiera saber cuántas veces oíste decir las palabras inolvidables, ‘Te amo’.
Quisiera saber todo lo que tengas para contarme de vos, incluídas nimiedades sin edades.
Quisiera saber si sabes que estoy enfrente, en el Bar Británico, esperando que vengas a hablarme, hermano. Te invito a mi Taller de Escritura.
Me reconocerás por el botón de nácar en la solapa.
Yo también soy un alma antigua, intentando recordar.”
Un escalofrío recorrió a Lobo Gris. No se sentía así desde su cruce con Dante en el viejo continente. Por eso había huído. Se preguntó qué hacer ahora. Se asomó por la ventana hacia el bar de enfrente, y ahí estaba ella donde nunca:
junto al ventanal que mira a la calle Defensa.
Lobo Gris hizo un extraño gesto al mozo que supuestamente era pedirle la cuenta. O le robó poemas, eso aún no me queda claro. FIN
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