‘Palomitay’ un cuento de Juan Sebastián Garófalo
Gustavo C. está sentado en la Plaza Vaticano esperando a alguien. Y a pesar de haber ido ya muchas veces al Teatro Colón a escuchar óperas y conciertos, no conoce a nadie ni nadie lo conoce. Esta tarde de domingo se presenta la ópera ‘Los cuentos de Hoffmann’, de Jacques Offenbach, y si bien asistió a una función durante la semana, si hoy ella no se presenta a la cita, entrará al teatro solo. Ya sacó entrada por las dudas, en Paraíso de pié. También por las dudas, sacó dos entradas.
Gustavo no tiene garantías de que ella llegará.
Si le hubiera comentado a alguien cómo habían quedado en encontrarse, no le hubieran creído. De hecho, por eso nunca comenta nada sobre su vida. Nadie lo toma en serio, y es desgastante para él estar continuamente escuchando bromas y sarcasmos de los demás, como si realmente fueran observaciones inteligentes; pero quienes las hacen sí se creen inteligentes y superiores, ya que Gustavo no demuestra que tiene un mundo interno muchos mayor en tamaño y complejidad que la mismísima ciudad de Buenos Aires y su Conurbano. Sin embargo, hoy podría tener que darle la razón a sus críticos.
Si ella no viene, claramente confirmará que está loco.
La ansiedad por comprobar que no lo está, loco, hace que no pueda mantenerse ya sentado, pues si bien llegó 20 minutos antes a la cita, creyó poder quedarse en un banco duro y frío de esos que están rodeados de gente durmiendo, cerca de la calle Cerrito. A Gustavo le parece mejor acercarse al Pasaje de los Carruajes, por donde transita ya mucha gente para ir a la boletería del teatro, o al restaurante interno, o simplemente cruzar hacia la otra calle. Ahora él se sienta en el banco que está junto a la entrada del Centro de Experimentación del Teatro Colón, o como él le dice, frente a las puertas del Tártaro.
Desde allí, Gustavo mira a una pareja mayor salir del Pasaje de los carruajes dialogando en voz muy alta, como si alguno de los dos fuera algo sordo:
–Antonio, te dije que la función es a las seis, no sé por qué insististe en venir dos horas antes. — dijo la mujer de cabello corto y platinado mientras cerraba su abrigo al caminar sin mirar a su compañero.
–Basta, Ángela, así podemos ir al Petit Colón a comer algo rico y de seguro vemos al Dr. Ajinski un rato antes de la obra. — respondió el señor, moreno y canoso aunque algo calvo.
–-Claro, como si no lo vieras en la zapatería todas las semanas. Te voy a pedir la merienda más cara hoy así la próxima lo pensás mejor eso de venir tan temprano.
Ahora ambos se toman del brazo, se sonríen, y caminan lento hacia la calle Libertad, para girar a la izquierda, de seguro hacia la calle Lavalle que es en donde se encuentra el café que nombraron.
Gustavo los mira atentamente, mientras piensa que le gustaría mucho ser como alguno de ellos, es decir, tener desde hace años una pareja así, bien cercana y gritona. A la señorita que espera él ahora, si es que existe y que es señorita, la conoce desde hace tiempo hablando apenas a distancia, y de hecho nunca la ha visto siquiera en una imagen. Raro. Conoce su voz, pero no está seguro de si realmente sonará así en persona. Mira a esa pareja de gente grande alcanzar juntos finalmente la calle Libertad y piensa que tienen mucha suerte. También sabe que el señor, de origen armenio probablemente, habrá disfrutado mucho aquella función de ‘El Príncipe Igor’, ópera de Borodin, la vez que lo encontró en el Paraíso de pie hace ya treinta y cinco años. Él tenía apenas diez años de edad, pero sabe que aquél era el zapatero que también se emocionaba mucho con las Danzas Polovtianas. Así recuerda su primera visita al teatro con su familia. Gustavo recuerda muchas cosas, y aunque no se comunica más que lo necesario por medio de un anotador o con su teléfono celular, guarda en su memoria como tesoros las experiencias que le emocionaron o le llamaron la atención alguna vez. A sus cuarenta y cinco años, ha tenido ya ‘una vida plena aunque sin hijos’, como suele opinar él de sí mismo. Es modesto, no se ocupa en pasatiempos vanos, ha tenido parejas y se ha divorciado como consecuencia de haberse casado. Trabaja en una oficina desde hace seis años, luego de haberlo hecho también en una ferretería durante más de quince, y en otra oficina cinco, anteriormente. No siente necesidad de muchas cosas, más que disfrutar del tiempo que le queda a su vida con calidad y curiosidad.
Quizás sea esa la principal razón por la que la espera a ella: curiosidad, pues la esperanza ya no tiene gran lugar en su vida. Sin tristeza ni desazón, simplemente no espera mucho de nada. Desde que sufrió el accidente cerebrovascular vive como si cada segundo en Buenos Aires fuera un regalo invaluable. No pretende nada, solamente recibe. A veces piensa que puede ser posible volver a enamorarse, y a la vez piensa que puede estar cayendo en una absoluta trampa de alguien que quiere burlarse. Quizás sea una burda broma de algún compañero de trabajo, tal vez Walter, pues Adolfo -el colombiano- sería éticamente incapaz de hacer algo así. Sin embargo, ninguno podría intervenir en la comunicación entre él y ella, por lo tanto no cree que tener razón para desconfiar de alguno.
Hace muchos meses que se comunican, y si hoy ella no aparece, su corazón se partiría, y su mente también. En su cálculo de daños posibles, Gustavo consideró que comprobar que está desvariando es un buen diagnóstico y que la manera de confiar en el resultado nunca es mejor que por la propia experiencia, es decir, sin tratarlo con un psicólogo o psiquiatra.
Él eligió la Plaza Vaticano para el encuentro. Ella le explicó que no es de aquí, que ahora está de pasada por pocas horas en Buenos Aires. Quizás, en la escala de un vuelo.
Ahora, luego de mucho silencio entre ambos, ella vuelve a comunicarse justo cuando Gustavo empezó a tararear un momento de las Danzas Polovtianas del Príncipe Igor, que suele escuchar seguido en la playlist de su smartphone.
–Hola, Po, hace mucho me esperas seguramente… te tengo que pedir algo. Por favor no te enojes…
–Hola, Pamela, no, como me voy a enojar; decime, que no me voy a enojar si no venís. —- respondió él inmediatamente pronunciando en su mente las palabras con el mayor estilo porteño que pudo, pues considera que ella es extranjera y le debe gustar la tonada porteña. En su cara se ve que no quiere para nada que no aparezca, pues eso no le daría ninguna certeza, ni de su locura ni de su cordura.
—No, nada que ver, lindo; te quiero proponer que nos encontremos en la Plaza de Mayo, a unas calles de donde tu me dijiste. Eso es todo, Po. ¿Te parece venir pronto que yo ya casi estoy llegando en el Metro A?¿O me quieres dejar sola en Buenos Aires?
—Nah, solo quería hacerte creer que soy comprensivo. Si, claro, en el subte estás, entiendo. Dale, voy hacia allá ahora mismo.
Con una sonrisa enorme en la cara, Gustavo se levanta del banco y se dirige hacia la calle Cerrito, y comienza una larga caminata.
Con cierta premura, piensa que caminar muy rápido quizás lo haga transpirar y arruinar así el perfume que se puso para la ocasión; tampoco le quedó claro de si ella está por llegar, o recién subió a un vagón del subte, o si tiene otra certeza además de que se dirige hacia la Plaza de Mayo. Ya pasando por debajo del bonito techo vidriado que hay en la entrada de los artistas del Teatro Colón, que muchos confunden con la entrada principal, se le ocurre que nuevamente podría estar desvariando. Sin ralentizar el paso, pues a su cuerpo no le dió la orden de dudar sino de dirigirse al objetivo, comienza a pensar que este cambio de ubicación de la cita podría ser un factor más de caos en este encuentro. ‘No hay que dudar nunca durante el proceso, sino se dudará siempre del resultado’ se dice a sí mismo para continuar su caminata calculando que la velocidad no le haga transpirar. Ya casi llega frente al obelisco. Ahora se da cuenta que podría haber cruzado la Avenida 9 de Julio por el pasillo subterráneo, allí donde están las vidrieras que varían tan lentamente como los troncos de unos árboles. Fondos espejados con objetos antiguos al frente, oferta de costura al paso, remate de objetos del ejército y algunos locales comunes más vendiendo chucherías como tesoros. ‘Mejor’, se dice, pues de haber ido por ahí se habría distraído y retrasado. ‘Si me cambian algo de lugar, me pondría a llorar’ se dijo en modo de broma. Una pequeña sonrisa en sus labios se asoma justo cuando cambia el semáforo y el hombrecito verde lo invita a cruzar.
Hace casi seis meses que se comunica con ella. Primero creyó que era su propia voz en la cabeza, e incluso sospechaba estar ya loco. Porque nunca nadie quería hablar con él, desde hacía mucho tiempo que todos prefieren hacer un silencio sepulcral ante su presencia, sin siquiera esforzarse para hacerse entender. Solamente con ella sabía lo que era hablar por hablar, es decir, amistosamente, por admiración y simpatía. Al fin hoy se están dando la oportunidad de conocerse. Tal vez. Todo parece estar en marcha.
Gustavo piensa que de haber ido por Libertad en vez de por Cerrito el tránsito lo hubiera distraído menos, llegando hasta Avenida de Mayo y desde ahí habiéndose dirigido directo hacia la plaza; o, lo que hubiera sido mejor, tomar un vagón de subte en la estación Lima y ahorrar mucha caminata. Aunque, opina simultáneamente, también podría hacer luego ese recorrido a pié y codo a codo por Av. de Mayo junto a ella, señalándole los muñecos curiosos que hay en las veredas y cafés. Primero le señalaría al Julio Cortázar de cartón piedra que está sentado frente a una mesa que da a la Av. de Mayo en el café-restaurante Londo City, esquina Perú. ‘Pensar que ahí se detuvo Erdosain, justo, para encontrarse con Ergueta’ recordaba como si no fuera ficción ‘Los siete locos’ de Roberto Arlt. Apenas después de cruzar la Avenida 9 de Julio, en donde se dice que en un futuro habrá una gran torre de hierro, ambos podrían mirar el concurrido balcón sobre la librería: María Elena Walsh, otra vez Julio Cortázar y el Papa Francisco. Son otros tres muñecos que saludan a los transeúntes absortos que nunca miran la vidriera tapizada de libros sobre Juan Domingo Perón, antes de ser engullidos por la Línea A del subte. Gustavo alguna vez miró las tapas geométricas de esos libros coloridos y le pareció que los personajes sobre el balcón eran Evita, Néstor Kirchner y Jorge Luis Borges. Errores del mirar sin prestar la debida atención. La siguiente parada de esa caravana con ella por Av. de Mayo sería el Café Tortoni, y le presentaría al querido Horacio Ferrer que nadie atiende, ya que hace tiempo ningún cirujano de maniquíes le arregla los dedos perdidos desde hace años; está como señalando sin dedo índice que allí está la Academia Nacional del Tango, pero que como a Gustavo, nadie le oye decir una palabra. Dentro del café, podrían saludar ahora sí a Borges ya inmortalizado en la tinta, pero más conocidos por sus ojos vacíos. De falsas estatuas ya sería suficiente, a menos que vayan hasta la Plaza de los Dos Congresos y le muestre a un verdadero Rodín al aire libre, quizás hoy el ‘último pensador de Buenos Aires’. Él elegiría llevarla finalmente al Palacio Barolo, para caminar por su galería mirando algo de las entrañas de ese magnífico edificio, antes del toque final de invitarla a merendar en el local que da a la avenida desde dentro del edificio. Allí él tocaría una canción al piano, dedicada a ella, lo cual de no hacerse sería un cree que sería ‘crímen’.
Ahora, Gustavo está yendo por Diagonal Norte directo hacia Plaza de Mayo.
Más allá del efecto narcótico que le genera caminar por la avenida diagonal, se imagina que hacerlo alcoholizado sería un paseo inmoral. ‘Qué bueno que hoy no hay manifestaciones, claro, porque es domingo, pero si no es eso podría ser uno de esos cortes festivos que hace el Gobierno de la Ciudad para congraciarse con algún sector colectivo de la comunidad’. Igual a él le gustan mucho esas fiestas callejeras, aunque no asiste a ninguna. Disfruta de verlas desde lejos, porque mucha gente se amontona allí para escuchar artistas o para comprar alguna delicia comestible. Los bailes son lo que menos le gustan. También recuerda, llegando ya al antiguo edificio municipal de la Ciudad de Buenos Aires, de haber pasado luego de una fiesta del ‘Orgullo Gay’ y haber visto la suciedad dejada en las calles, preguntándose por qué no hay quejas ciudadanas sobre eso pero sí las hay si la suciedad proviene de una marcha hecha por trabajadores despedidos o universitarios que reclaman que no les quiten fondos. ‘Bueno’, se dice Gustavo, ‘otra vez se me presentan repetitivos pensamientos inútiles para distraerme antes de encontrarme con ella’. Un breve mensaje le llega: –Ya casi estoy, mi vida, no te apresures.
La mejor manera de llegar a la plaza desde Diagonal Norte es cruzando cerca de la Iglesia Catedral de Buenos Aires. Se sonríe mientras cruza, porque recuerda dos cosas al mismo tiempo. Primero, que por la tonada de su voz, Pamela es chilena; y segundo, una vez tuvo una anécdota justo ahí cerca en que unas mujeres también de tonada chilena y actitud llamativa, una vez lo habían detenido para preguntarle que dónde estaba la catedral de Buenos Aires. Y al señalarla ahí nomás enfrente, le preguntaron que ‘cómo sería eso una catedral si no tiene campanario pero sí a una escalera con columnata como el panteón ateniense’… Ese comentario no le había agradado porque sintió la ironía de la extranjera, pero debía admitir que tenía razón, innegablemente.
–Váyase a ver la Iglesia de San Ignacio en Bolívar y Alsina, señora, ahí tiene.-- le había respondido.
Ya pisando en la Plaza de Mayo, sitio de todas las batallas históricas sociales y políticas, Gustavo camina frente al Cabildo y, aún pensando en cúpulas, se detiene y queda mirando la esquina en donde confluyen la Diagonal Sur con la calle Bolívar. Está recordando la tapa del álbum ‘Doble vida’ de Soda Stéreo. Nunca se sacó una foto decente allí, quizás hoy sea el momento si ella se retrasa. Entonces mete su mano en el bolsillo del pantalón, y antes de sacarse una selfie improvisada, oye una voz conocida diciendo ‘Hola Po’. Pero ahora suena diferente, como más lejana. Esa sensación es porque la tiene justo detrás, así que gira sobre sus pies y la ve ahí, unos centímetros apenas por debajo suyo. Es ella. No está loco. Es hermosa. Le gusta mucho. Sonríe como tonto. Ella lo abraza. Se le humedecen los ojos a ambos. Él la quiere alzar en el abrazo. Está contento. Y ella también.
Y ahora empiezan, por primera vez, un diálogo mirándose a los ojos.
– Hola, Gus… qué alegría verte al fin! Sí que te ves guapo y hueles rico–dijo ella con una sonrisa de color rojo apasionado y un tono de voz emocionado.
– Hola, Pamela, nunca podría haberte imaginado más hermosa. –pensó él, muy seguro de que ella lo oiría.
– Ay, pero qué salamero eres. ¿Y cómo estás tan seguro de que no me estás imaginando? Jaja, es broma. Tanto tiempo oyéndome en tu cabeza que te habrá parecido muy raro, ¿no?.
– Y sí, raro fue, pero ya no me importa nada de eso. Sé que sos real porque lo sienten mis manos, también. –dijo Gustavo, bajando un poco la palma de sus manos que tocaban la espalda de ella, sin decir una palabra.
– Cuidado que está la gente mirando aquí, Gus. Y además somos una pareja hermosa que llama mucho la atención. –señaló ella.
Realmente, lo son. Ella, vestida con una blusa y una falda blanca, calza unas botitas negras de cuero y su pelo moreno largo atado en una cola de caballo cuelga en el aire mientras lo mira. Él, más alto que ella, con un saco holgado y marrón lleva el pantalón a tono, encima de unas zapatillas blancas y cómodas. Con su postura corporal, recuerdan a los transeúntes aquellos personajes del profesor Jirafales y Doña Florinda: se miran a los ojos como hipnotizadamente, y se nota que hay entre ellos existe tensión física que parece contenida.
– Creo que nunca me había pasado algo así, una cita a ciegas con alguien que ya siento conocer desde hace tanto. ¿Por qué yo, por qué a mí, Pame? Si te llamas Pamela, no sé, vos decime si querés…
– Ay, claro que me llamo así; también me decían Diana o Artemisa, pero como que esos nombres ya pasaron de moda. Lady Di me hizo elegir otro nombre. Vos sos hermoso, Gus, hace tanto que visito tu mente que ni te imaginas. Y fue fácil, me enamoré de vos, así. Yo conocía esta ciudad de la furia desde hace mucho, antes de que hagan estas diagonales, pero nunca se vió tan hermosa Buenos Aires como a través de tus ojos claros.
– Qué buenos piropos tenés, bombón. O sea que sos una diosa, ahora que te veo me doy cuenta, pero una diosa-diosa es otra cosa, así como Afrodita por ejemplo.
– A esa ni me la nombres, que tira una manzana y flor de quilombo se arma acá. ‘Vos’ Gus sos mi Afrodito – remarca ella la ‘s’ de forma bien resonante, indicando el uso que le damos los porteños.-- Sé que te excita pensar hasta dónde llegaré…
– ¿Vos sabés todo lo que yo pienso? –pregunta Gustavo, riendo pero también con algo de vergüenza.
– Si, mi amor, que lata… no suelo hacer eso con nadie desde hace mucho, pero encontrarte a vos entre tanto ruido, ha sido un placer. Conozco to-dos tus pensamientos, actuales y pasados. En algunos no me meto, porque les has puesto un cartel de ‘danger’, pero eso lo tienen todos. Ya sabes, eres bien humano.
– Y vos que sos, si se puede saber. – retruca él, al estilo que usaba de adolescente cuando conocía una chica en una fiesta, sonriendo y repartiendo falsa seguridad en sí mismo.
– ¿Yo que soy? ¿Que no te das cuenta que soy una mujer que recorrió un millón de años luz solamente porque te quiere conocer?
– ¡Guau! Qué honor. – dice en su mente Gustavo, mirando a lo lejos por primera vez. Vuelve su mirada hacia el rostro de ella, con ganas de besarla, y le dice:
– ¿Vamos a tomar algo? Me encantaría llevarte de paseo por la Avenida Alcorta, perdón, por la Avenida de Mayo, y relatarte las cosas que conozco.
– ¿Te pusiste nervioso, Gus? –dice ella, sonriendo. Ella lleva la mano derecha de él a su propia mejilla, carnosa y acalorada, y no le deja responder, diciendo:
– Bésame, por favor.
Y así es como se los ve en la Plaza de Mayo, tras esas flores que suelen crecer al costado de las vías y no sé cómo se llaman.
Ya no sé cuántos minutos hace que están besándose.
– No te enojes, Po, pero me tengo que ir ahora, por favor no te enojes. ¿Si?. –dice ella después de un silencio que se dieron para poder volver a respirar con normalidad.
– Pero ¿por qué? –dice Gustavo, mientras ella se mete en su cabeza nuevamente y le dice que su boca sabe muy rica, que no es esa la razón por la que tiene que irse. Entonces ella vuelve a hablarle, y tiernamente dice:
– Tengo que tomar el avión en breve, en Chile tengo a mi gato Jorge que necesita que lo cuide. Pero no creas que te voy a dejar suelto, voy a volver pronto. Y ya sabés, seguimos al habla, como siempre. Estoy tan feliz de haber podido conocerte, Gus.
– Yo estoy feliz de conocerte, amor, porque creo que eso es lo que sos: sos el amor que se me presenta acá de repente y sin permiso, digamos, que más allá de comunicarnos tanto y ser a la distancia los mejores amigos, ahora sé lo que pasa cuando el cuerpo no espera lo que llaman amor.
– Ay, Gus, te voy a extrañar tanto… pero sé que esta distancia será buena, voy a dejarte solo hasta que me llames, no sé,... – y mirando ella alrededor como buscando algo que se cayó en el piso de la plaza, divisa unas palomas que de repente despegan en vuelo.
– Tendrás que decir ‘Palomitay’ fuerte-fuerte, y ahí me detendré a escuchar lo que tengas para decirme, Gus.
– Como una contraseña para llamarnos. –responde él, recuperándose un poco de la emoción de haber encontrado a su amor e inmediatamente comenzar a despedirse.
– No, como una clave para saber que querés hablar conmigo. Si fuera por mí, te interrumpiría en cada cosa que haces todos los días, algo así como lo que te vine haciendo estos meses.
– Te entiendo, Palomitay. Que tengas buen viaje, y espero volver a verte pronto.
– Nos vemos pronto, Gus. – y comienza a irse hacia la boca del subte. Ella se dá vuelta varias veces, saludándolo, hasta desaparecer bajo la tierra. Él se pierde caminando por la ciudad de las cúpulas, diciendo en silencio a cada paso ‘Palomitay’.
Primer borrador, para ser entregado a Paloma Geisse en el día de su cumpleaños
20 de Febrero 2025.
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